A finales del invierno de mi decimoséptimo año, mi madre decidió
que estaba deprimida, probablemente porque rara vez dejaba la
casa, pasaba la mayoría del tiempo en cama, leía el mismo libro
una y otra vez, comía infrecuentemente y dedicaba bastante de mi
abundante tiempo libre en pensar sobre la muerte. Cada vez que leas un
libro o página web sobre cáncer, o lo que sea, siempre la depresión esta
enlistada entre los efectos colaterales del cáncer. Pero, en realidad, la
depresión no es un efecto colateral del cáncer. La depresión es un efecto
colateral de morir. El cáncer también es un efecto colateral de morir. Casi
todo lo es, en realidad. Pero mi mamá creía que requería tratamiento, así
que me llevó con mi médico de cabecera, Jim, quien estuvo de acuerdo
en que estaba navegando en una paralizante y totalmente clínica
depresión, y que por lo tanto, mis medicinas se debían ajustar y también
debería asistir a un grupo de apoyo semanal.
Este grupo de apoyo presentaba un reparto rotativo de personajes en
varios estados de malestar impulsados por tumores. ¿Por qué rotaban? Un
efecto colateral de morir.
El grupo de apoyo, por supuesto, era tan deprimente como el infierno. Se
reunían todos los miércoles en el sótano de una amurallada Iglesia
Episcopal en forma de cruz. Todos nos sentábamos en círculo, justo en el
medio de la cruz, donde las dos tablas se encuentran, donde el corazón
de Jesús hubiera estado.
Noté esto porque Patrick, el líder del grupo de apoyo y la única persona
por encima de los dieciocho años en el recinto, hablaba acerca del
corazón de Jesús en cada bendita reunión; todo sobre como nosotros,jóvenes sobrevivientes del cáncer, estábamos sentados justo en el precioso
corazón sagrado de Jesús
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